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Sewell de noche
Iimagen nocturna del campamento de Sewell, ubicado en pleno corazón de la cordillera de Los Andes, Chile. Foto: plataformaarquitectura.cl
 

13 de marzo de 2011 | COLUMNA

Nostalgia de Sewell – campamento mágico en la cordillera de los Andes      

 

Por Lilian Aliaga

Cuando llegamos con mi familia  a vivir a Sewell, creo que estábamos todos un poco asustados y también un poco tristes. Habíamos tenido que dejar en otras manos, nuestro querido Bobby, perruno compañero de juegos; no se permitían animales en ese lugar, nos habían explicado de la mejor manera nuestros padres. ¡Qué extraño lugar!... pensamos.

Y resultó realmente extraño, tan sólo bajar del tren, al cabo de casi cinco horas de viaje nos encontramos frente a un mundo absolutamente distinto del que veníamos. Totalmente gris y frío, la nieve de la cual tanto nos habían hablado, para entusiasmarnos con el cambio, aún no hacía su aparición y ante nuestros cansados y expectantes ojos teníamos tan sólo fierro y cemento, al menos eso era lo que parecía.

Recuerdo que a duras penas comenzamos el ascenso de interminables escaleras, ¡no había calles! y tampoco árboles; a nuestra corta edad poco entendíamos que estábamos en plena cordillera.

Mi madre trataba de ocultar a nuestros ojos su desaliento, pero mucho más tarde supe que lloró a solas mil veces. Curiosamente, sí la vimos llorar a mares, varios años más tarde, cuando, por razones de trabajo de mi padre, debimos trasladarnos nuevamente.

Y es que Sewell - campamento emplazado a más de 2600 metros de altura y sobre el yacimiento de cobre más grande del mundo - era así, un lugar que despertaba intensas emociones y que marcó a varias generaciones que tuvimos la fortuna de habitarlo.

Poco a poco nos fuimos acostumbrando a vivir en un quinto piso de un departamento muy particular, las paredes revestidas en lata y la forma de disponer de las basuras creo que era lo que, a mis ojos al menos, resultaba más raro.

El extenso corredor que antecedía a cada departamento era nuestro patio de juegos, con zonas absolutamente prohibidas por nuestra madre so pena de severos castigos si transgredíamos las reglas: mantenernos completamente alejados del lugar en que se encontraban los baños comunes a todo el piso y tampoco acercarnos a los "chutes", que eran receptáculos que recibían los desechos sólidos y líquidos proveniente de cada departamento, había uno en cada extremo del corredor y atravesaban hacia abajo todo el edificio.

Por supuesto no era fácil cumplir con estas reglas, a los niños siempre les atrae el peligro; el piso siempre mojado y resbaloso de los baños, y el feroz ruido de la descarga de tantos desechos a lo largo de los chutes avivaba nuestra imaginación, los temores se mezclaban con la curiosidad y absortos en nuestros juegos no nos dábamos cuenta de la presencia siempre vigilante de nuestra madre, sino hasta sentir un fuerte apretón de brazo y ser literalmente arrastrados de vuelta a casa. 

De pronto, un día, ¡la nieve por fin hizo su aparición! un suave manto de algodón cubrió la que hasta entonces nos parecía, fealdad, del lugar y ante nuestros asombrados ojos todo se transformó. Fue mágico, de ahí en adelante ya nada fue igual y todos fuimos subyugados por el embrujo de Sewell.

Las escaleras, de las cuales al final de cada turno brotaba el estruendo de cientos de botas de los mineros que presurosos bajaban en dirección a sus hogares, se convirtieron en blancos y enormes toboganes que afanosos trabajadores luchaban cada día de invierno por despejar.
Nuestro padre, deseoso que sus hijos destacasen, se esmeró en fabricarnos un precioso trineo: de elaboradas formas y fina madera, no se parecía en nada a los que usaban otros niños que descendían veloces por cuanto espacio apropiado hubiese en unos muy rudimentarios, de gruesos tablones y piso de latón.

Así fue como recibimos una de las primeras lecciones de humildad que recuerdo, pues al primer deslizamiento nuestro flamante vehículo terminó convertido en un montón de palos que debimos recoger junto a nuestro maltratado orgullo para regresar a casa con un amargo sabor a derrota. Sensación que duró sólo hasta que nuestro consternado padre nos fabricara otro ateniéndose estrictamente a las normas usadas por los otros fabricantes, aunque para hacerlo algo especial le agregó un toque de color, ¡no podía ser de otra forma!

 

 

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