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Las Peñas - San Fernando, Chile. Foto: Lilian Aliaga
 

Marzo 2010 - COLUMNA


Terremoto en Chile

Por Lilian Aliaga

Aunque parezca un absurdo siempre me gustó la sensación que provoca sentir el movimiento de la tierra; tal vez sea porque junto a mis primeros recuerdos de un terremoto, quedó en mi mente de niña pequeña, grabada a fuego, la imagen de mi madre, físicamente tan frágil y espiritualmente tan fuerte, tan valerosa; tratando de proteger a sus cuatro hijos. En aquel sismo, cuando apenas había pasado de los siete años, el año 1960, aprendí que las puertas de las casas se traban, y éstas pueden transformarse en verdaderas trampas, también que hay que apagar las cocinas para evitar incendios, y lo más importante, que la tierra es un organismo vivo y que cada cierto tiempo, como ahora les digo a mis nietos, se cansa y se sacude.


Muchos años después y varios terremotos de por medio, mi primera reacción sigue siendo ir hasta la puerta y abrirla, aunque el pasado sábado 27, me costó un poco llegar a ella pues el movimiento era tan fuerte que resultaba muy difícil mantenerse en pie, así pues los pocos metros que separan mi cama de la entrada de la casa resultaron todo un desafío. Una vez afuera, junto a mi esposo nos abrazamos tratando de mantener el equilibrio, al lado de un espino, noble árbol de los pocos que crecen en la sequedad de la precordillera, y que según el decir de los ancianos del lugar, evitan que la tierra se abra.


La luna en su plenitud, lo iluminaba todo, acompañándonos en la inmensa soledad de esa noche en que la tierra se sacudía con tal violencia y durante tanto tiempo que olvidé que no le temía a los temblores y me permití, por primera vez creo, sentirlo en toda su magnitud, miedo paralizante, miedo congelante, miedo a ser en algún momento lanzados al vacío, junto a la casa y junto a todo lo que no estuviese arraigado a la tierra o no  fuese parte de ella.


Tres minutos después, un silencio aterrador, en el lugar que elegimos para vivir esta etapa de nuestras vidas, un enorme llano rodeado por el primer cordón montañoso de Los Andes, no hubo estruendo de vidrios rotos, de edificios derrumbándose, de gritos ni llantos. Sólo el silencio de nuestros propios miedos frente a la manifestación de todo el poder de la naturaleza, frente a la incertidumbre de no saber que había pasado en otros lugares, con nuestras familias, a otras personas menos afortunadas que no tienen más opción que vivir en enormes moles de cemento y vidrio, o peor aún, junto al mar que nunca tan tranquilo, baña la extensa costa de nuestro país.


La noche transcurrió lenta, demasiado lenta, temblorosa y gélida, ningún abrigo pudo entibiar el hielo que provenía de lo más interno de mi ser y paralizaba mis huesos y mis músculos... 


Junto con los primero rayos de sol del nuevo día, me obligué, al igual que poco antes lo había hecho nuestra madre tierra, a sacudirme el miedo y  el frío, si la vida nos había dado una nueva oportunidad, no había que perder tiempo. El transcurso de las horas fue trayendo claridad respecto de los terribles daños que sufrió gran parte de nuestro país, pero de una cosa estoy segura, y es que la esperanza ha ido tomando el lugar del miedo y tenemos que aprender a convivir con una naturaleza a veces tan violenta como generosa.


Mientras escribo estas letras la televisión de nuestro país transmite en cadena un programa especial, que ha durado 24 horas y en el cual se ha desarrollado una campaña solidaria para ir en ayuda de los damnificados por el sismo. El resultado ha superado con creces las expectativas demostrando al mundo que somos un país de gente buena, valiente y solidaria y que al igual que ha ocurrido antes, superaremos esta tragedia y, lo más importante, tomaremos lecciones de ella.


 

 
 
 
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