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Gato y el mar

 

 

16 de abril de 2012 | COLUMNA |

Un gato que se las trae

Mi conterráneo Nicanor Parra, a quien felicito y admiro por el Premio Cervantes y sus Antipoemas, que pusieron en jaque a todas las sandeces escritas con anterioridad, tan académicas, tan decentes, tan escrupulosamente ortografiadas que dan náuseas, escribió unos versos titulados "Me retracto de todo lo dicho", verbigracia digo yo para aquello de que -estoy sobrado de tiempo- , porque no es que –esté ahora- sino que hace años que estoy en paro indefinido hasta post morten incluso.

El gato siguiente lo confirma:

Por: Jorge Romero (*). Otoño 2011.

Hasta hace un par de meses vivía yo bien adentro en la isla de Nesodden, y por razones prácticas vivo ahora más cerca del desembarcadero, a diez minutos caminando después del barco que me lleva desde Oslo.

Desde mi aposento, pequeño pero suficiente a mis necesidades vitales, no veía yo el mar a comienzos de septiembre por la frondosidad de los árboles al fondo del patio. Pero ahora, con la llegada del otoño, desnudos como están de su vestimenta veraniega, veo pasar a no más de trescientos metros los barcos de pasajeros que van y vienen desde y hacia Oslo. Y fue uno de estos días en que me asomé a la ventana para mirar el mar, que está siempre allí esperando ser mirado, cuando se me presentó a muy poca distancia, inmediatamente después del vidrio del ventanal, la cara redonda de un hermoso gato.

Me miraba con una expresión de total desamparo y sus maullidos lastimeros me pedían a todas luces que lo dejara entrar.

Decidido como estoy a no dejarme avasallar por visitas intempestivas y alejado del mundanal ruido ciudadano, me pareció sin embargo que la compañía del minino en nada infringía esa decisión y le abrí la puerta. Entró restregándose en mis piernas, erizando el lomo y parando la cola, como hacen los gatos cuando se les pasa la mano por el lomo, recorrió luego las habitaciones como haciéndose cargo de las diferencias respecto del anterior inquilino, se comió el resto de pescado que había quedado de la cena que le ofrecí y sólo se mojó los bigotes en el agua como si hubiera esperado una bebida más de su gusto. Luego se tendió en el sofá a mi lado, apoyó la cabeza en mi pierna izquierda y se quedó allí ronroneando como si fuera desde siempre mi gato regalón.

El imperativo de salir a realizar un pequeño trámite me obligó a pedirle amablemente que se fuera y, finalmente, ante su estudiada indiferencia, lo tomé en brazos y lo puse suavemente del lado afuera de la puerta. Maulló entonces una protesta y se subió de nuevo al alféizar poniendo la misma cara lastimera con que lo había encontrado. Cuando salí me siguió por el camino asfaltado que pasa por debajo de dos manzanos y me lleva a la calle.

Me detuve, le expliqué como mejor supe hacerlo que no podía ir conmigo. Me siguió de nuevo unos veinte metros ya por el camino principal y entonces lo tomé, le di la vuelta, puse su cabeza en dirección a la casa y le di una palmadita ya no tan suave en el trasero. Dio dos o tres pasos, se detuvo, volvió la cabeza, se me quedó mirando y maulló alguna maldición gatuna.

Me alejé entonces a paso rápido sin volver la cabeza y, cuando lo hice después de unos cuarenta metros, ya un poco mosqueado por sus maullidos cada vez más fuertes, hizo como si caminaba hacia mí, se dejó caer bruscamente de costado parando las patas y allí se quedó tendido como diciendo:

-Por tu culpa, ahora me suicido...!

No se si la treta le habría resultado antes con alguien más sentimental que yo, pero ese día me fui sin mirarlo y desde entonces no lo he visto.

Hoy en la mañana lo sentí maullar en la terraza sobre mi aposento cuando sus dueños lo dejaron fuera para irse a sus ocupaciones. Tengo que confesar que no he dormido bien pensando en él.

No sé cuanto tiempo puede durar un recuerdo en la cabeza de un gato y espero sinceramente verlo de nuevo en la ventana pidiéndome que lo deje entrar, olvidado del incidente y dispuesto a restregarse en mis piernas, a erizar el lomo, parar la cola y ronronear en el sillón a mi lado.

Sí, mi gato, que no es mío cuando llegan sus dueños, tiene una muy especial manera de comportarse. En la familia gatuna debe ser algo así como un excelente actor, pero para nosotros los humanos no pasa de ser un gato, pero un gato que se las trae.

 

(*) Jorge Romero es periodista, de origen chileno, y reside en la actualidad en la isla de Nesodden, en Oslo, Noruega.

 

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