05 de febrero de 2013 | COLUMNA |
7.852 días
Por: Víctor Aquiles Jiménez H.
Conocí un niño que en la playa. Cuando los demás jugaban con una pelota, entre gritos de alegría, él tomaba un puñado de arena queriendo contar cada grano; no alcanzaba a lograrlo porque lo llamaban para regresar. Ese niño también quería contar las hojas de las ramas de un árbol en su patio, las nubes, como las flores del jardín. Todo lo contaba, los pasos de la casa a la escuela y de la escuela a la casa, los peldaños de las escaleras y los adoquines de la calle. Cuando comenzó a escribir llevaba el control de las palabras en cada carilla, y eso lo hacía con los cuentos que sumaban las treinta y tantas líneas de la hoja de un cuaderno, como los cuadraditos de los cuadernos de matemáticas. Trataba de contar las estrellas, las bandadas de pájaros, los insectos, los perros sueltos. Ese niño contenía la respiración metiendo la cabeza a un lavatorio para contar los segundos de resistencia con los ojos abiertos para contar las burbujas de aire que hacía en el intento.
Todo, todo lo contaba, como los durmientes de la línea del tren de una ciudad a otra al caminar como un vago. Era un niño al proyectar la edad que tendría en el año 2000 que decían que sería el fin de todo, y al sumar los años que tendría le hicieron verse con horror como un viejo terrible de viejo y dudada que pudiera llegar a tanto, pero pasó esa fecha fatídica y siguió contando.
No, no era destacado en matemáticas ni en física, pero esa manía de contarlo todo le otorgó la paciencia de saber llegar al final de un otoño contando una por una las hojas de un árbol y de calcular cuántos puñados de arena hay en una playa en primavera; cuántos árboles en un bosque; cuántas estrellas en el cielo; cuántas palabras en un verso, en un cuento, en una novela; cuántas letras y sus respectivos espacios; todo, todo lo contaba, no podía vivir sin contar. Un día se preguntó cuántos días se necesitan para enamorarse y pronto lo supo al conocer a una chica que le robó el único corazón que tenía y ella, apenas en 21 días de vacaciones le dijo que lo quería mucho y le prometió volver para quedarse con él lo más pronto que pudiera, si es que tenía la paciencia de esperarle, y él le respondió eufórico que sí, que lo más que tenía era paciencia porque era un contador profesional de cosas, y que la esperaría hasta que ella volviera a buscarle. Ella le besó en los labios y se marchó con lágrimas en los ojos, él miró arrobado esas lágrimas preciosas y quiso contarlas de haber sido posible, porque se deslizaron todas juntas como un collar deshecho al romperse, como hace una estrella nocturna con su reguero de luz, al desprenderse de la noche.
Pasó mucho tiempo, quizás demasiado y el hombre encanecido ahora contaba los granos de un puñado de arena esa mañana como lo hacía todos los días, ahí solamente, en el hueco de la palma de su mano debía haber unos 3.500 o 4. 070 y tantos minúsculos trozos de arena más o menos; era lo que solía sacar. Luego iría a contar las hojas caídas del árbol del patio después de haber sido remecido para que cayeran las ciruelas, unas 350 por canasto, es decir unas 800 en total, a reventar, cuando pensaba regalarles a los vecinos.
Su corazón estaba entrenado en la paciencia, esperaría todo el tiempo que tuviera a su amor, habían pasado más de 7.852 días desde que ella se fuera y sabía que volvería tal como llegó cuando la vio por primera vez incluyendo los 21 días que necesitó para enamorarse de esa chica.
Volvería, lo sabía, porque vio sinceridad en sus ojos y porque creía en su promesa. Mientras él tuviera algo que contar podría seguir esperando a su amor y tenía toda la playa por delante y si fuera posible el desierto también. En su pecho albergaba muchas ilusiones y esperanzas de que su chica volviera por él, había contado todas las ilusiones que se pueden tener una por una, las anotaba, no todas eran iguales, lo mismo con la esperanza, las llegó a clasificar prolijamente, las llegó a mezclar incluso y los resultados de esas combinaciones infinitas las tenía registradas como hermosos sueños y eso le hacía resistente al desaliento.
Todo saldría bien, finalmente. Siempre y cuando ella le siguiera amando tal como se lo dijo una tarde antes de partir a su ciudad hacía 7.852 días exactamente.
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