22 de agosto de 2011 |COLUMNA
Amistad, divino tesoro
Por: Lilian Aliaga
Escucho la voz de mi amiga, entrecortada por el llanto, al otro lado de la línea telefónica. Sin pensarlo un minuto me decido a recorrer los muchos kms. de distancia que nos separan, y a los pocos días, emprendo viaje hacia el norte del país.
Hacía ya varios años que no me alejaba de mi tierra, la pre cordillera de San. Fernando. A medida que el bus avanza en su recorrido hacia mi destino puedo apreciar la gran diversidad geográfica de nuestro territorio; en cuanto nos alejamos de la zona central, el paisaje cambia progresivamente, la vegetación disminuye sin, por ello, perder belleza. Los enormes cactus con sus formas surrealistas y su cubierta espinosa, casi transformada en pobladas barbas, para poder absorber la mayor cantidad de agua del ambiente, se toman el terreno cubriéndolo todo. Enormes y majestuosas rocas parecen descolgarse de las laderas. Algunos sectores aparecen dibujados por un cuadriculado de distintas tonalidades de verde, correspondiente a los cultivos de frutales como paltos, chirimoyas, naranjos, limones y vides, que en los últimos años se plantan en abundancia en las laderas de los cerros.
Al cabo de varias horas de viaje y tras haber sorteado las alturas de la cordillera de la costa, como un regalo para el cansado viajero, aparece el maravilloso espectáculo que ofrece la costa del Norte chileno: aguas en toda la gama de azules, bordadas por el blanco oleaje, vastos arenales amarillos, negros o blancos se van alternando junto con pequeños y coloridos villorrios de nombres cantarines, muchos de ellos, completamente desconocidos para mí.
Finalmente, llego a destino. Después de varios años vuelvo a abrazar a mi amiga y siento que ambas somos las mismas de siempre; como si el tiempo no hubiese pasado, aunque de seguro, nuestro aspecto dice lo contrario.
Dos duelos seguidos han hecho mella en ella, su aspecto es frágil y cansado. Ya en casa, el tiempo se hace corto para intercambiar historias. Sostenemos largas y profundas conversaciones que alternamos con recuerdos de un largo período compartido de nuestras vidas. Alegrías, miedos, penas, satisfacciones; en fin, más de treinta años de vivencias, vuelven a la memoria como imágenes de un caleidoscopio.
Nuevamente reímos... y también lloramos juntas.
Alternamos nuestras charlas con largos paseos por una ciudad amigable, con un clima privilegiado. Siento la tibieza de un agosto tan distinto al de mi entorno, como un verdadero premio. Tras un invierno especialmente duro, aprovecho de acumular sol y energía para lo que aún queda de él, antes que llegue la primavera.
Los días pasan raudos, vamos recuperando lo que el tiempo y la distancia nos ha restado. Antes de mi regreso hacemos el balance: las dos hemos ganado. La pena de ella sigue ahí, al igual que la lluvia y el frío en mi tierra, pero ambas hemos quedado fortalecidas para hacerles frente; nuestra amistad ha recibido un golpe vitamínico que, tengo la esperanza, le haya servido a ella para retomar fuerzas y continuar con su vida.
Por mi parte, haber conocido otros lugares y otras gentes que me acogieron con tanta calidez, ha sido, además, un regalo extra.
Más que nunca estoy segura de que es cierto el decir: LAS PENAS COMPARTIDAS SON MEDIAS PENAS; ASÍ COMO LAS ALEGRÍAS COMPARTIDAS SON EL DOBLE DE ALEGRÍAS.
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